Adquirí un hartazgo y tengo que alimentarlo. Porque sé cómo funcionan: aparecen como el justo complemento que precisa mi depresión para emerger y después se van, dejándome funcional a la misma farsa de la vida que vino a enfatizar el hartazgo. Son fugaces e intensos, una epifanía acerca del sinsentido de la vida, una proclama sobre la tragicomedia del vivir, un masivo derrumbe de las máscaras con las que interactúo. Todos se ven tan reales. Algunos son huecos, algunos son jodidamente falsos, con lo que las máscaras caídas revelan otras mascaras. Yo mismo soy un farsante, contenido de decir lo que pienso, tragando toneladas de ingeniosos insultos que mi cabeza harta va urdiendo. Me porto bien, me comporto como si la estupidez no fuera ese gran elefante que está en la habitación y nadie nombra. Huele la bosta del paquidermo, barrita la bestia, se baña con chorros de diplomacia que escupe por su flexible nariz.
¿Sabemos los importantes que vamos a morir? ¿Lo saben ustedes, llenando el espacio con pantomimas de inmortalidad?
Los veo enfermos de importancia, los veo adueñados de la tierra como si la tierra no fuera a tragarlos, los veo danzando a mi alrededor como muñequitos con los que jugara el hijo caprichoso e idiota del supuesto creador.
Me pesa, me pesa el papel autoasignado en la tragicomedia. Me pesan los años trabajados. Me pesa la comprensión de una existencia que cada día noto más fugaz. Me pesan conocimientos coleccionados, errores cometidos, amores mal amados. Me pesa el devenir, el cansancio vital de la consciencia, me pesan la multiplicidad de vidas no vividas, la estrechez de la vida presuntamente elegida (uno elige la vida tan mentirosamente como es dueño de su destino en el espejismo capitalista), me pesa la vida (voto a Heidegger) inconsciente, me pesan las personitas burguesas que pasan por delante de mis ojos, que son toda potencialidad hasta que estacionan el auto con su pareja y con su perro.
El hartazgo llega y lo relaciono con la náusea, libro que nunca leí pero sospecho. La náusea por nuestra impericia al tallar el futuro. Debí ser más fuerte, debí ser más vehemente y enfático. Debí haberme aprovechado de la docencia para armar huestes de conquistadores de utopías. Debí haber escupido fuego, debí haber encendido fogatas, debí haber comandado un ejército de ángeles que se roben el cielo.
En cambio he sido funcional, me fui constituyendo en otro más de los simuladores, de los actores de la trama de lo que se espera. Nacer, ir a la escuela, elegir un camino, aprender a coger, aprender a amar, aprender a que te rompan el corazón y a también romperlo. Tomar el trabajo que se cruce, cumplir el horario, ser dócil, esperar el viernes, esperar el sueldo, esperar las vacaciones, esperar las llaves de la casa, esperar los hijos, esperar su llamado, esperar el amor que poder arrastrar a la propia vejez, ese que no te dejará sólo o sí lo hará, esperar la revolución, esperar el hombre nuevo, esperar los mundiales, esperar que siga la serie, esperar los turnos electorales.
Y yo en la espera imagino pinceles, y yo en la espera fantaseo con estar a la vera de un arroyo comiendo criollitas con paté.
Nada llega, nada se completa, nada se detiene, nada se queda como es.
Esperaba ser más bueno, esperaba más bondad, esperaba haberle ganado a este mundo hijo de puta, aunque sea un poco, tomar mi cuartel de La Moncada, cruzar mi cordillera, sobrevivir como náufrago en una isla, conducir a las masas a la panadería, abrir la boca y revelar el revés de la trama.
Pero soy tan solo un tipito que atardece en el sencillo caminito de la vida que cree haber elegido.
Ese es el hartazgo y a la vez la depresión, un perro que se sacude el barro pegajoso del destino. Soy un hombre en la búsqueda vana del sentido, amontonando palabras en una noche de viento (tal vez no lo sea, cualquier viento se oye huracanado por las ventanas de mi casa), en una noche de whisky y una seca, en la noche que cierra un par de días con la cara desencajada e incomprensible, inescrutable incluso para mí. Cómo es, cuando llegan esos hartazgos y se me adueñan. El mundo manda emisarios para sonsacarme información que será compartida entre los que me vieron pasar y se preguntaron qué carajos me pasa. Sonsacarme a mí, que no quiero decirme las cosas ni siquiera a mí.
No me sonsaquen, contemplen, también ustedes, por un instante, la vida, como si no fuesen eternos. O sólo hacen balances los 31 de diciembre.
Lo más extraño de todo es que, así como lo veo tan trágico, lo veo también chistoso y divertido, veo el arte general, sus formas y colores de esta comparsa que llamamos la vida.

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