Una cátedra sobre el amor
En cualquier conversación de las que participo respecto del tema de los femicidios se llega a la misma encrucijada: no sabemos cómo pararlos. Nos angustia que cuanta más conciencia pareciera ir adquiriendo la sociedad, más femicidas y más feroces parecen salir de abajo de las piedras, casi como una respuesta.
Alguien señala que lo mejor sería poner la pena de muerte, otre propone mecanismos de vigilancia social y más allá se concluye que hay que propiciar un cambio cultural, del cual no se nos ocurre el cómo o el cuándo.
Digresión. Qué daño nos hicieron los autores de los libros de autoayuda o "de inspiración". Los Ari Paluches, Coelhos y Stamateas, y antes los Bucays y los Buscaglias, se pusieron a contaminar terrenos por los que la filosofía viene caminando hace 2500 años en búsqueda de respuestas. Y uno, nadie, puede seguir buscando por ahí, sin miedo a empantanarse en las miasmas de la pelotudez.
El amor, por ejemplo. Creo que el tema está en el amor, algo que ya se aborda en El banquete de Platón. Pero es difícil decir que la solución está en el amor sin mirar al abismo de la mesa de autoayuda.
Pero qué más da.
Es cierto que siempre le exigimos todo a la escuela. En cualquier tragedia que nos golpea como especie, llega un punto en que decimos que son cosas que deberían evitarse desde la escuela. Pero ahí está la institución, tan decimonónica como siempre, exhibiendo los maquillajes de las distintas gestiones, sobreviviendo a la nada por el denuedo de docentes en particular, sin que siquiera se mencione la posibilidad de (otro) gran congreso pedagógico que nos ponga a debatir.
Me parece que una escuela del futuro debería incluir una enorme cátedra sobre el amor.
Todes creemos saber de qué se trata el amor, en cualquiera de sus formas, pero el amor como concepto es otra construcción humana, que se arma y se desarma a fuerza de ensayos y de errores, un trayecto de aprendizaje que a muchos nos lleva una vida y en el que muchos mueren sin aprender nada. Un aspecto de la vida, tal vez el central, en el que todes somos autodidactas, guiados ciegamente por lo que nos toca ver en la casa de la niñez, por lo que nos dicen los amigos y nos cuentan las películas, las románticas, las de guerra, las pornográficas, las comedias.
Los seres escolares deberían aprender a descubrir el amor. El amor y el cuidado por y hacia sí mismos, el amor por los otros, el amor a la naturaleza y el medio ambiente, el amor por la vida propia y la vida ajena, la capacidad de empatía, la solidaridad, la defensa de las diversidades.
Que se sepa diferenciar entre amor y posesión, entre amor y obsesión. Que se entienda que el amor, en cualquiera de sus formas, no es amor si daña, si golpea, si grita, si encarcela, si denigra, si invade el cuerpo, si impide la pivacidad. Que si hace llorar no es amor, que si hace sangrar no es amor, que si imposibilita crecer no es amor. Que nadie mata ni nadie muere por amor, que cuando eso ocurre hay otra cosa, con la que el amor no tiene nada que ver.
No me ofrezco de docente, soy tan torpe como cualquiera. Tal vez los docentes deberíamos ser todos y todas, los que nos sentimos amados y los que no, los que amamos y los que no saben amar. Pero sobre todo las mujeres que han sobrevivido a los infiernos del falso amor.
Porque los noticieros no están interesados en profundizar en los tortuosos caminos que llevaron a los femicidios, ni los de las mujeres atrapadas ni de (mucho menos) los asesinos que las descuartizan en nombre del amor.
En la escuela se debería aprender a amar.
Con el trabajo práctico de cuidar una planta,
con el trabajo práctico de cuidar un amigo.
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