a medio día de la Nochebuena

Lo pensó dos veces, se afirmó en el volante con la mano izquierda y me miró entornando el cuerpo. Noté que su mano derecha se apoyó primero en la rodilla, para luego flotar reafirmando lo que me diría.
- Sabés qué pasa, es mi sueldo lo que está en juego...
Se que hubiera preferido que lo discuta, que diga la frase ingeniosa que se me ocurrió después (qué, si ven que llevaste un perrito no te pagan?) o que lo putee,
 En cambio lo dejé que me viera ver muy serio su verdad relativa y pequeña que se llevó el viento de la costa. No te preocupes - le dije - andá tranquilo, y tomando a mi hijita del meñique nos corrimos un metro del encuadre que nos hacía la puerta. Quise que lo ganara la amargura de ser tan idiota.

- Uy, qué lindo - nos dijo una señora mientras acariciaba a Tomy.
Lara debió sentirse una paria en el momento en que nos rechazaron por su cachorro en brazos.
Llamé a un remis, y dí por dirección la parada de colectivos.
 En tanto, un negrito apoyado en un poste, se sumó a la rueda adonde le contaba a la viejita lo que había pasado.
- Y por qué no juntamos unos pesos y nos vamos en un taxi.

Todo me parecía irreal, en este mediodía de 24 de diciembre. Si bien no contesté a la propuesta, el morocho se puso a parar taxis. Un gordo casi se detuvo, pero siguió, revoleando el brazo y puteando, cuando le dije al nuevo líder que suspenda, que el remis estaba en camino. Con la señora coincidimos en que no estaría bien que el coche no nos encuentre.

 Cuando llegó y paró un poco más allá, me di vuelta y le dije eh flaco, vení, dale que vamos (la señora desistió con una excusa, pero creo que le pareció osada la movida). Me estiró veinte pesos y subimos, él adelante y mi hija, el perro y yo detrás.
- Vos adónde vas, flaco
- Yo por ahí, Buenos Aires y Colón, por esa zona.
  Como ya eran demasiados dos desconocidos, con Lari nos pusimos a hablar de cualquier cosa, mientras el remisero evitaba seguir -con un silencio rotundo- las conversaciones amistosas que nuestro socio ocasional le proponía.

 Durante todo el trayecto pensé que podría ser un error. Que el otro pasajero podría ser asaltante, que tal vez lo haya percibido el chofer, que podría encañonarnos y llevarse nuestro poco dinero, al rope, lastimarnos. Pero también pensé que podría ser un acierto, que había una lección en este viaje trivial, la de asumir el riesgo de las cooperativas espontáneas, y que el hábito no hace al monje, ni su manera de hablar, ni su color.
El flaco era lo que era, un pibe algo callejeado que quería comprar cosas para irse a la casa. Bajó, nos saludo apenas, y se fue.
Y el remisero, que sí empezó a hablar con nosotros, con el que convinimos en que el mundo está loco en las fiestas, el remisero que habrá sentido un ligero temor de que lo afanen, ese buen muchacho me cobró diez mangos de más, cosa que comprobé demasiado tarde, cuando el auto se había alejado, contando mi cambio en la vereda.

Es difícil confiar.
Pero hay que hacerlo.

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