Miel y mayonesa


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Iba a salir a comprar un sachet de mayonesa.
No me es imprescindible ponerle mayonesa al arroz con atún que me hice al mediodía.
Iba a comprar mayonesa como parte de un mecanismo que ya me conozco, comprar es conectar. Empieza la época del año en que me quedo solo por momentos y en esa soledad me caigo para adentro, me vuelvo (me retorno) existencialista. Entonces salgo a comprar cualquier cosa para conectar con ese mercado mundo que no soy yo, que es lo otro, que me saca de una introspección inútil. Comprar mayonesa es apoyar por un momento los brazos en el borde de la pileta profunda en la que nado en pensamientos sombríos, fatales, absurda y sabiamente rebuscados. Por ahí vuelvo del almacén de la rubia con el sachet de Natura y el agua ya se fue, la pileta se vació, y pongo la tele, me hago otro café o cambio las piedritas de los gatos. Esos rituales rutinarios que automatizan.

Estoy cerca de cumplir 50, tengo adentro una pulsión de escribir un manifiesto. Pero todavía falta un poco, ya veremos.
Estoy cansado, estoy muy cansado, ontológicamente exhausto. 
No precisamente pesimista. Nada me enrola más en el optimismo que toparme con una horda de pesimistas. Hoy me pasó.
El mío es un optimismo trágico, mi trágicoptimismo. Porque como sé que de esta película no se sale vivo, como sé que ya no estaré en la escena final en la que suben los títulos, desando la esperanza de llegar a un triunfo definitivo y relajo mi papel, que no es el protagónico. Figuraré como periodista 1, profesor 4, esos papeles sin nombre que ocupamos los actores del reparto. Pero creemos que nuestras líneas son las del papel principal, que nos ha tocado la tarea del héroe que va tras su objeto del deseo. No, apenas nos toca ayudar a los cambiantes héroes, a una sucesión de héroes que se van reemplazando en una película que no se termina, que se sigue rodando mientras se la exhibe, que se sigue escribiendo mientras se la rueda, con guionistas o caprichosos o distraídos, que a menudo olvidan el camino de la trama.
 Entonces soy optimista porque no soy del todo nada: ni el protagonista, ni el artífice, ni el que la arruina, ni el que la salva. Soy uno más de entre los tantos que hacen lo que pueden con las circunstancias que le fueron dadas, que juega el juego, que dice sus líneas, que hace su esfuerzo, que intenta contribuir, que acarrea baldecitos con arena para el castillo que siempre se nos destruye.

Agota la máquina impiadosa que borra hoy lo que escribimos ayer, agota el sinsentido de nuestra propia fragilidad y de la fragilidad de nuestras tareas. Pero somos tan dignos que lo seguimos intentando, somos tan optimistas que festejamos que hoy haya más manos que ayer, que hayamos avanzado dos pasos que mañana, en la cuenta, será uno o menos uno.
 Todos queremos ver la obra terminada, aunque tenga destino de inconclusa. El chiste es ese, la ilusión de una meta que vamos a cruzar. El chiste es creer que lo constante es la rutina, cuando la única constante es el accidente que interrumpe los caminos rectos.
 Y la felicidad se esconde en los intersticios, y el amor es una excepción. Y la única riqueza posible de ser atesorada es la que nadie en absoluto puede quitarte, ni a punta de pistola, ni con decisiones de gobierno, ni con la corrosión del tiempo; la riqueza es un puñado de valores subjetivos que ni envidia pueden generar.
 Ayer vi a un tipo que empujaba una camioneta de esas viejas y pesadas que se usan para hacer fletes. La empujaba en medio de la avenida, él sólo desde el marco de la puerta, tratando de ganarle al verde de un semáforo perpendicular, que iba a dejarlo en el medio de los bocinazos. Me puse el pucho en la boca y corrí a empujar desde atrás. Por unos metros el fletero no supo de dónde la venía esa repentina fuerza. Después me asomé, no para recibir su gratitud, sino para disipar un pequeño misterio. Le dije que lo estaba ayudando, me dio las gracias, yo crucé la avenida. No lo iba a contar a nadie porque es una pavada, pero fue lo más trascendente que sentí hacer en mucho tiempo. Mucho más que agarrar un micrófono y advertir sobre los riesgos de una derecha que avanza en América Latina, mucho más que tomar examen, más que pretendidos legados que a nadie van a importarle.
Lo pequeño, lo minúsculo, casi lo indecible. Sólo somos protagonistas de los besos, de un tuco cocinado con paciencia, del calor involuntario que emitimos y del que se sirven los gatos.

 El error que cometemos los humanos es creer el discurso de las individualidades, un verso que no se comen las abejas. Si pudiéramos adoptar la filosofía de colmena, si pudiéramos entender ya mismo que no hay bienestares si estos son asimétricos.
Ahí sí ganaríamos, ahí si tendríamos constancia en nuestras cortas vidas de los progresos, incluyendo a cada soldado caído mientras aguijonea a los destructores de colonias.

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