De bicicletas y de plazas

 La plaza está cortada como una pizza,desde arriba se vería bien claro. A ras de la tierra lo que se ve son los senderos, aquí césped, por allá la calesita, para el otro lado el circuito de manejo de YPF. Son ocho porciones pero para cuatro personas, porque las perpendiculares son más gruesas en la mutilación que hace la plaza con las calles Mitre y Brown, en cuya unión placera se yergue la estatua no ecuestre de nuestro primer presidente (qué astuto garca este Mitre, que garca más determinado tuvimos).
 La rubia del culito siempre nos da la mejor bici, la que le viene justo para la altura de mi niña. La madre en cambio te encaja lo primero que tenga ruedas, porque cualquier número de clientes mayor a uno  la desborda.
  Yo me siento en el vértice de una porción, en general la más sombría y por eso menos transitada. Lara ya no necesita que le sostenga el asiento para lograr el equilibrio, eso ya lo incorporó, así que sale pedaleando ni bien le dan la bicicleta. Vengo pensando que es tan simple. Uno aprende a andar después de convencer al propio cerebro de que hay que hacerlo aunque el equilibrio le resulte incomprensible. Así deben haber aprendido la vertical mis compañeros de la escuela. Porque con mi cerebro no hubo caso, no hubo manera de que le entre eso de tirarse contra el piso para ser atajado por las manos. Yo nunca pasé del conejito. En sus planillas, los profesores de gimnasia deben haber puesto Kostinger: hace el conejito. Ahora me pregunto qué valor habrá tenido para mi formación que pueda hacer el conejito, ese triste consuelo de las verticales no logradas. Y además, ¿por qué se llama "conejito"?! Esos animales cuentan con un excelente mecanismo de locomoción, que incluye tanto a sus patas traseras como delanteras. Los conejos corren o saltican, no clavan las manos y dan patadas de 30° al aire. No se, tal vez debería llamarse "burrito", ya que es más bien una coz que se dispara contra la propia torpeza física. No sabe hacer la vertical, burrito.
 Cuestión que mi hermosa hija allá va, en una práctica más de bicicleta. Tiene muy bien las líneas rectas pero, como todavía no está segura de los frenos, antes de doblar, baja. Y por el mismo motivo, cuando divisa que se le va a interponer un obstáculo, aunque esté lejos, se vuelve a bajar. Desde mi panóptico (no es perfecto, me tapan arbustos y gordas que toman mate) la veo ir andando y de repente la veo llevar la bici a pie. Cuando ella toma un camino, quisiera que me salieran rayos láser de las pupilas para disolver a los que se cruzan en el medio. Se que no está bien, que debe aprender a esquivar y a regular la velocidad, y entiendo bien la metáfora sobre la vida, pero qué puedo hacer, la amo y eso me hace odiar al mundo que se cruza. Como a ese pendejo del orto que se ha hecho un circuito de unos veinte metros de diámetro y se empeña en trepar con su karting a las franjas de pasto. No te das cuenta de que no tiene motor, que no es un mehari, que ni que tuvieras las piernas de Charles Atlas podrías subir tu propio peso más el del vehículo por esa pendiente?! Y claro, sube un poco la punta y la gravedad lo trae de nuevo a la diagonal por la que viene Lari. Entonces veo que pone mi misma cara de rabia y se vuelve a bajar.
 Pero me da mucha alegría, me despierta una sonrisa grande verla sentir el viento en el pelo cuando agarra un poco de envión.
Porque andar en bicicleta es un procedimiento libertario. Claro que en mi infancia la libertad era mucho más grande; uno se subía a la bici y no había itinerarios, los viejos no preguntaban adonde iba y el único límite era temporal, la cena. Nuestros hijos de ahora están celosamente custodiados. Pero igual, en estos instantes en que esta chiquita aprende a andar en bici, el placer de la libertad es todo un flash. Algo que casi todos hemos vivido (y eso lo noto en la cara de ancianitos que tiran pequeños tips a su paso), un denominador común.
En las cosas simples está el verdadero sabor de la vida.

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