Por suerte me dí cuenta del ardid. Es como el genial parlamento de El abogado del Diablo que sale de la boca de Al Pacino. Mira, pero no toques, prueba pero no tragues. Vivimos atravesados por un discurso sanitario,una mezcla de orientalismo y cúmulo de indicaciones médicas que nos llaman a detenernos, a disfrutar de las pequeñas cosas, hacer deportes, comer fibras, comprar envases verdes en el súper, tomar agua, reirnos, salir de vacaciones, verle el lado amable a la existencia tirando siempre buena onda porque vuelve, pensando en positivo. Dicen que así la vida se prolonga en cantidad y calidad. Esa vida que se te pasa mientras estás ocupado en otras cosas.
Pero tan perverso como ponerle más sabor a los alimentos que menos debemos ingerir, es, además de cargarlo a uno con muchas más tareas que las que podemos soportar, meterle por el culo del inconciente la culpa por no vivir como se debiera. O una cosa o la otra, si querés que salga a correr con una botellita de agua no me pinchés las gomas del auto, si querés que oiga el ronroneo de un río, no me pongas a hacer cola para pagar los impuestos.
Y no me salgan con filósofos arrojados a la práctica de sus cavilaciones como Thoreau porque el chabón bien que fabricaba lápices y algún canuto fácil debía tener o alguien que le mantenga la familia, o era un garca que por hacerse el banana silvestre desnutrió a sus hijos.
De modo que a la mierda los libros de autoayuda, que alguien me ayude a ayudarme. Y nada de buenos consejos sobre salud física o espiritual, que se meta debajo del auto y me vuelva a poner el tubo de escape en su sitio. Yo me voy a saborear un apio bajo los árboles.
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