Mudo

De a poco la librería se fue vaciando de identidad. Los muchachos en el local nuevo están sepultados bajo una montaña de cajas rotuladas con los mismo nombres que tenían aquí las secciones y los rincones: Novela Moderna arriba, Economía mesa, y así.
Al espacio que recorrían lectores gallináceos lo fuimos devorando los desarmadores de la mudanza, colocando los pedazos en cajas y poniendo los rótulos para reconstruirlo en el otro local.
Durante días la gente se empecinaba en abrir la puerta cerrada con llave, pese a los inequívocos carteles que anunciaban la mudanza. Algo en su cabeza les impedía el uso de la razón y las evidencias, la rutina los impelía a echarse sobre el picaporte una y otra vez. Ví a una señora intentarlo varias veces, me recordó a una abejita tratando de salir atravesando la transparencia incomprensible del vidrio.
El trabajo me resulta agotador y repetitivo; igual me gana el desafío de llegar a la fecha de entrega de la llave, aunque esa fecha coincida con el fin de mi contrato.
Me resulta curioso cómo los libros que manipulamos, poco a poco, dejan de ser libros. Son formas, anchura, densidad, peso. Ni siquiera colores y mucho menos nombres, son bultos que encajar en rectángulos, prismas de cartón que se llenan y se encintan, se rotulan, se apilan, y un recipiente vacío ya espera con la boca abierta. Dónde quedaría la vanidad de cada autor, tomado su libro como una pieza mas de un tetris contínuo. Y qué dirán esos bultos respecto de la vida, los cambios, el destino.
Levanto dos por tres la vista y las ventanas son cada vez mas grandes. Arrancados los afiches, liberadas las vidrieras de libros exhibidos, los ojos del local adquieren luz y capacidad de ver, como si les fuésemos quitando lagañas. Por fuera van los caminantes, que tampoco son nombres o apellidos, que tampoco son contenidos ni historia ni novelas ni revelaciones. También son bultos indistintos, como abejas o como libros. A lo sumo es el culo de aquella rubia, los faroles de aquella morocha, la gorda, el rengo, el putazo, la momia, el disfrazado, el oso...
Gus, el dueño dice que no se pone melancólico, pero no le creo demasiado. La viga del sótano tiene un pedazo de la cabeza de cada uno de los mas altos. Hay nombres en las paredes de toda esa caverna, ahora en vías de quedar sola, sin nuestra soledad (esa que la acompañaba mientras nos desplazábamos de rodillas frente a sus estantes, tal vez buscando un pequeño libro sin lomo, de unos pocos mangos, pero único ejemplar en stock del título que un cliente deseoso de cocinar en un disco de arado esperaba impaciente en el salón). Del sótano hoy se la llevaron a Martita, porque al llegar descubrió que la máquina en la que teclea en todo su turno se ha mudado también. Debe haber sido impresionante para ella pasar de esta cueva subterránea a la planta alta de ese loft extraño que es el nuevo local.
Yo muchas veces me siento una forma, acomodado en una caja. El problemita es que no sé bien qué rótulo "tenemos" desde fuera ni si me importa realmente. Cuando estoy muy cansado me reservo el contenido.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Hermoso y triste. Me encantò. Gabriel Garcìa De Andreis.
Anónimo ha dicho que…
Tratándose de un sótano, sería hermoso (y romántico) que no borren esos nombres tallados en las paredes, ¿no?. Tongas D.
Anónimo ha dicho que…
Esta es la tercera vez que intento comentar en este espacio, y creo que en mi casa sin la mirada vejatoria de mis compañeritos de trabajo y acalladas las voces de la Santillán, Biasatti, Los Fierro, finalmente lo lograré.
Todas las veces anteriores comencé elogiando lo bonito y melancólico que me pareció este fragmento, y lo mantengo ya que es atractivo, delicado. Y de una serena tristeza, solo posible cuando el alma duele.
Mi buen amigo querría decirte que no importa, que aquí estoy para compartir tu pesar y querría creer que esto te sirviera. Un abrazo
SERGIO

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