Ellos y nosotros


  


Era diciembre de 1988. Cuando en La Plata hace calor, hace calor. Nos encontramos con El Pollo en la puerta del café que teníamos que abrir, limpiar y atender. Ambos teníamos la beca de trabajo que nos otorgara el centro Universitario Marplatense. Los dos habíamos estado escuchando la radio toda la mañana y llegamos llenos de adrenalina a las puertas del caserón del Centro sobre la calle 5. Otra vez, milicos de mierda. Qué hacemos, no abrimos. No abrimos, hay que estar en la plaza, cuando vengan Elbio y Armandito que se crucen. La plaza estaba a la vista, justo enfrente, y una multitud ya se iba juntando. Abrimos, fuimos hasta el fondo a buscar los trapos , volvimos a cerrar y cruzamos. Desplegamos la bandera del CUM y nos fuimos sumando a los coros "el pueblo unido jamás será vencido". Corrían épocas en que los que -por edad- habíamos quedado a salvo de la dictadura, sentíamos que era nuestra responsabilidad histórica evitar que los milicos no vuelvan, dando la vida si fuera preciso. Ahora se habían alzado en Villa Martelli. 
Así que ahí estábamos El Pollo y yo, bajo los rayos del sol, dispuestos a defender la democracia, mientras una autobomba piadosa rociaba a la turba de vez en cuando para salvarla de la insolación.
Jamás voy a olvidar la escena que siguió después, para cualquier otro que no éramos el Pollo y yo, pudo ser minúscula. Alguien llegó a la casa y abrió. Alguien, algunos de la comisión directiva sacaron mesas a la vereda, abrieron los postigos, pusieron música a todo lo que da. Para ellos, para los de la institución que estábamos representando con la bandera, no pasaba nada que justificara alterar la rutina.

...

Era 19 de julio de 1994. Después de 24 horas de no movernos de adentro de la radio, al fin nos tomamos un descanso. El atentado a la AMIA había sido antes de las 10 de la mañana del día anterior y ahí nos había encontrado. Hicimos un continuo informativo desde el momento en que se produjo el estallido, que incluyó el reporte de muertos y heridos y, sobre todo en la noche, la búsqueda frenética de sobrevivientes. Tengo grabados los momentos en que todos los rescatistas pedían silencio para poder oír gemidos que provinieran desde abajo de la pila de escombros. Recuerdo particularmente el deslizamiento de un enorme pedazo de pared. 
  Después de muchas horas, el cansancio conspira con la capacidad de razonar. Pero uno se empecinaba en seguir, en esa lógica solidaria entre los que asisten, cada cual a su manera y en su rol, a la misma catástrofe humanitaria: si ellos no descansan, nosotros tampoco. Desde afuera, o más tarde, o ya en frío, eso no tiene ningún sentido, pero el que lo vive no puede vivirlo de otra forma.
El sol de esa mañana de invierno me golpeó la cara como un chirrido fuerte para alguien que tuviera la peor resaca. Pero el golpe mayor vino después. Agarré Yrigoyen derecho, y donde empieza a fusionarse con la Diagonal Pueyrredón estaba la gente de vacaciones, estaba el shopping abierto, había demasiadas, demasiadas, demasiadas personas cagándose de risa. El contraste con lo que sentía por dentro me hizo mierda. Agarré por San Martín, me metí en la catedral, me senté en un banco y me largué a llorar como pocas veces.


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Es mayo de 2018. Escribo este artículo porque se viene una tremenda, y ya no quiero comerme las mismas películas.
Puede empezar una hambruna épica, pueden sacar todos los medidores, pueden muchos sufrir crudamente los fríos que se avecinan.
Siempre habrá una parte de la sociedad a salvo, que no se conduele, que no le hierve la sangre de furia ante el padecimiento ajeno.
Siempre estarán los oligarcas en las balsas del Titanic,
siempre estará la mina leyendo La Nación dentro de un café mientras afuera, en la avenida, llueven las piedras y los gases.
Siempre conviviremos con los indiferentes, pase lo que pase. Por suerte son sólo una parte.


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