Lugar común la muerte
Esta noche se juega un clásico en el campo de la muerte.
Todas las entradas vendidas y en esta ocasión entran también los visitantes. Ya se van pintando las gradas con los colores de cada equipo llevados en las banderas, los gorros y las vinchas. La afición maldonadista - entre la que me encuentro - entona sus amargos cánticos de verdad y de justicia. Canciones que vienen de lejos, bajando de generación en generación. Frente a ellos, los devotos de la valiente muchachada de la armada, con su barras nucleados en "La 44", cantan sobre la verdad histórica y el orden social. Ellos aseguran ser los únicos campeones legitimados del cotejo cortejo.
Pelo largo, pelo corto, cada plano detalle del fúnebre estadio revela la pertenencia a una y otra afición. 24 de marzo y 2 de abril, tradición y progresía, los deudos comparten el sentimiento de aflicción por sus difuntos y aunque un abismo los separa, a todos los van a afectar las mentiras y nadie sabe con qué malevolencia fallará el árbitro que tienen en común en esta lid.
Nuestro lugar común es la muerte. No hablo de la humanidad, no hablo de la especie descripta por Heidegger como la única consciente de su propia finitud, hablo de cierta Argentina necrológica que bien contara Tomás Eloy Martínez en un lejano libro, Lugar común la muerte, que por acá les comparto en un PDF.
Nos definen los muertos que lloramos. Dorrego, Lavalle, Rosas, Mitre, Yrigoyen, Evita, Perón, Kirchner. Nos determinan las lágrimas y la bronca por la parca injusta, poniéndonos en orillas demasiado distantes acerca cuando es justicia y cuando no lo es en absoluto. Aunque todas las lágrimas se parezcan, lloramos a distintos muertos.
Esta noche se conoce la autopsia de Santiago y medio se confirma que están muertos los submarinistas. Tragedias argentinas sí, pero escritas por distinto autor, con diferentes actores, parlamentos y escenario, para distinto público.
Alguna parte de La 44 se ha muerto de la risa durante 100 días por las tribulaciones maldonadistas, se pudo haber burlado del artesano, del hippie, del pelilargo que cortaba rutas. De este lado, de mi tribuna inventada, no ha salido ni una burla, ni un sólo "bien muertos están".
Al contrario, nos hemos sumido en una congoja confundida e inefable.
Me rompe la cabeza que este damero de mortandades se parezca a la Argentina del 82, dictadura y Malvinas, aquella grieta primigenia entre los crímenes aberrantes del Estado terrorista vs. las obvias y esperadas consecuencias, las meras bajas de las guerras.
Pareciera que la historia se nos cagara de risa, buscando rimas entre tiempos distantes, subiéndonos de prepo a estas gradas tétricas para alentar cada uno a nuestro club cadavérico.
Y sin embargo, visto todo desde bien arriba, con los ojos digitales de un dron, siempre es el mismo poder el que se ríe, usando a los argentinos como muñequitos, sean tatuadores de El Bolsón o suboficiales morochos correntinos. Siempre el desprecio por la vida, siempre la santificación de la propiedad privada por sobre ella, siempre la propiedad de los grandes propietarios sobre los derechos de las enormes mayorías, siempre besar las bolas de los imperios, siempre taparlo todo con cemento o con la mentira organizada que ladran con entusiasmo mundialista sus periodistas más falderos.
Esta noche tenemos de nuevo el espectáculo de la muerte, para seguir amedrentando a los vivos, para que bajemos un escalón, hacia la condición de sobrevivientes.
La muerte que es abono para un puñado de vivos, los mismos de siempre.
Así no hay cómo descansar en paz.
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