La revolución de aprender a vivir
Es posible que dios no exista y tampoco su paraíso, que se apague la vida y las partículas que nos componen, prestadas por el cosmos y con 40 mil millones de años, simplemente, vuelvan por donde vinieron, y ese que decimos ser, pase a no ser, como el tiranosaurio que no habita mi comedor, como el corredor de autos que jamás apareció en Hamlet. Deshacernos, con una última esperanza de trascendencia, como la que tuvo Ovidio Cernadas, mecánico de motocicletas, habitante de Villa Epecuén, el pueblo que tapó la laguna en 1985. Hacer la mueca de partir, aunque no haya destino, aunque el destino se haya cortado como un hilo. Qué dirá el no Cervantes de su trascendencia inútil, de ese Quijote inmortal que no lo revive, que no puede devolver el gesto de traerlo para que reescriba sus andanzas. No, yo paso de anestesiar la muerte con promesas, yo paso de pasar a mejor vida, porque la vida es esto, lo que nos ha tocado y lo que hemos hecho por ponerla bella, por hacerla más justa y habita