Estar lejos
Me separa del oceáno una serie de capas de metal, poliuretano, fibra de vidrio y madera decorativa. Después de eso hay nada más que aire hasta mi cama. Me sumerjo en el sueño y el casco salta por el agua como un delfín. Y también se sumerge y me sumerge, y me convierte en una criatura submarina. Igual puedo dormir, mientras el Pereza remonta las olas y se clava, remonta y se clava como un chiquito que apuñala gelatina con una cucharita.
Estoy lejos de todos -pienso todavía despierto- y de todo. Hice este viaje con un destino, pero el destino verdadero era alejarme, tomar distancia de esa pila de gente que llamamos mundo. Ahora, tapado con las cobijas, mecido en un camarote, zurcando lo negro y lo frío, me siento hermano del astronauta, que anda navegando por el vacío. Él sentirá también que se ha reducido a nada. Sabe que despegó por sus logros y hasta podría ser que lo reciban como una especie de héroe. Pero ahora él y yo estamos como muertos. Nos alejamos de cosas tan comunes como una fila de banco, un aplauso o un semáforo. Un semáforo es un instrumento para ordenarnos en nuestra asqueroso amuchamiento, para no matarnos a topetazos de metal y vidrio cuando vamos por la calle escapando de los otros. O mientras escapamos de nosotros mismos, que es peor que escapar de otro. El astronauta y yo prescindimos de toda esa mierda. El astronauta y yo estamos solos. Él conversará con las estrellas, que son semáforos que están lejos. Yo no hablo con nadie. Yo odio hasta los delfines que veo cuando ajusto las velas o me siento al sol. Que me saltan al lado, que son mimos indeseables que me imitan y que, a pesar de su supuesta inteligencia, jamás podrán entender la naturaleza del viaje. Idiotas payasos.
Se me desordenan ahora las ideas. Se me repiten las frases. Me estoy durmiendo a un metro de la superficie.
Estoy lejos de todos -pienso todavía despierto- y de todo. Hice este viaje con un destino, pero el destino verdadero era alejarme, tomar distancia de esa pila de gente que llamamos mundo. Ahora, tapado con las cobijas, mecido en un camarote, zurcando lo negro y lo frío, me siento hermano del astronauta, que anda navegando por el vacío. Él sentirá también que se ha reducido a nada. Sabe que despegó por sus logros y hasta podría ser que lo reciban como una especie de héroe. Pero ahora él y yo estamos como muertos. Nos alejamos de cosas tan comunes como una fila de banco, un aplauso o un semáforo. Un semáforo es un instrumento para ordenarnos en nuestra asqueroso amuchamiento, para no matarnos a topetazos de metal y vidrio cuando vamos por la calle escapando de los otros. O mientras escapamos de nosotros mismos, que es peor que escapar de otro. El astronauta y yo prescindimos de toda esa mierda. El astronauta y yo estamos solos. Él conversará con las estrellas, que son semáforos que están lejos. Yo no hablo con nadie. Yo odio hasta los delfines que veo cuando ajusto las velas o me siento al sol. Que me saltan al lado, que son mimos indeseables que me imitan y que, a pesar de su supuesta inteligencia, jamás podrán entender la naturaleza del viaje. Idiotas payasos.
Se me desordenan ahora las ideas. Se me repiten las frases. Me estoy durmiendo a un metro de la superficie.
Comentarios
Debería ser más amable y dejarse mojar por ese océano. Debería ser menos iluso y reconocer que pertenece a ese mar. Debería abandonar los artilugios para sobrenadar. Por ser artilugios, son artificiales. No son auténticos. No está bueno que lo artificial transporte nuestras existencias.
Perdón por torpedear su bajel.
POPEYE