La dignidad del artista
"Me hubieran dicho que no venían. Tanto correo, mensajito de texto, cuando me los cruzaba por la calle. Todos sí claro, ahí estaremos, firmes. Y después no vienen, para qué dicen" rezongaba el cantor mientras se cambiaba en mi oficina. Los pantalones planchados reemplazaron a los jeans, zapatos lustrados a los de guerra, una camisa inmaculada.
"Viste como es esta ciudad - traté de mitigar desde atrás de mi escritorio - es impredecible. Te acordás lo que le pasó al viejo Polera cuando lo trajo a Ricky Martin. Tuvo que abrir las puertas del estadio y regalar las entradas. Sólo en Mar del Plata pasa eso". Y mientras en el salón una amiga del cantor vendía tarjetitas a las pocas personas que vinieron a escucharlo: "es totalmente aleatorio, capaz que cuando menos lo esperás, cuando menos prensa hiciste se te llena, es inexplicable, depende el humor de la noche". Y él que me cuenta una anécdota de Uruguay, de un viaje suyo en que lo fue a escuchar a Benedetti leer poemas en una librería más chica que ésta y que lo había anunciado en una pizarra mistonga, escrito con tiza: esta noche Benedetti. Qué Benedetti, Mario Benedetti? preguntó el cantor. Y era. Y sólo habían ido unas quince personas. Hacía poco que se le había muerto la mujer y el maestro estaba mal.
Como suelo hacer, cumplido el objetivo de la charla, hice algo para ahogarla. Le deseé suerte y me escabullí por la otra puerta, dí la vuelta y encendí los tachos de luces que mezclaron rojo y ocre sobre el banquito de madera. El salón de café lo esperaba poco, seguía la cafetera con su ruido a locomotora, seguía escuchándose "un cortado", "un cortado? chico?", la gente que caminaba. Y entonces entró el cantor por la puerta contraria a la que usé para escapar de la charla. Agradeció, mencionó, anticipó, con la humildad de los grandes. Y el flaco le entró al piano de una manera bárbara. Y este hombre, al que le fallaron amigos y alumnos de canto, empezó con sus tangos y los cantó magistralmente. Y yo que nunca me quedo, esta vez me quedé sentado en la banqueta, poniéndole oído y poniéndole mirada. Por sus zapatos, por la camisa inmaculada, por la dignidad. Me resultó después imprescindible bajar la botella de Bols y servirme un vasito de ginebra. Brindé para mis adentros por el alma de los artistas, a veces ególatras, a veces histéricos, dependiendo siempre de esa sopa nutricia hecha de aplausos.
Para ustedes compañeros, salud.
Comentarios
Beso, abrazo y salud!
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