Te juro que me aburría (y me dejaban aburrirme)
Te juro que yo de chico me aburría. No a propósito y sólo de a ratos, pero conocía el aburrimiento. Y te digo más, mis padres me dejaban que me aburra. Básicamente, porque no era un problema de ellos. Había larguísimos días de verano en los que, sea porque los amigos se habían ido a la playa o a comer o a bañarse, en algún momento me encontraba solo, con la espalda apoyada contra la pared; solo y aburriéndome. Pero mientras me aburría pensaba en algo, que hacía de inmediato o después de mirar la tele la hora o dos horas en que daban dibujitos. Una infancia de payanas (cubitos de mármol que pulíamos contra los cordones), chicles de brea, gomeras y barriletes artesanales, carritos de rulemanes o el ejercicio cruel de quemar hormigas con una lupa. Qué hincha pelotas, de nuevo con que todo tiempo pasado fue mejor. No, no es eso. A partir de la cero tolerancia al aburrimiento, descubro en cuántas cosas aguantamos menos. Es que vengo leyendo sobre la obsolescencia programada y