Maniqueísmo de campaña


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Rara vez los villanos tienen (o tenemos) conciencia de sí. Será por eso que los malos de las películas nos parecen tan atractivos, su sensualidad no es tanto por sus ceñidos trajes de látex o su fino y oportuno sarcasmo, sino por esa admisión fanática de estar del lado del mal. Los guionistas, que necesitan mantener nuestra credulidad, se han ido corriendo de ese maniqueísmo, de ese blanco o negro muy propio del cómic, para traernos personajes buenos y malos con sus escalas de grises, haciéndonos pivotear con nuestra empatía, aunque finalmente tenga que quedarse con el héroe.
Fuera de la ficción (siempre me pregunto si hay un afuera de la ficción, si de verdad hay una frontera que se traspone para quedar fuera de algún relato), la que es clara es la maldad, pero se encarna en portadores que se creen sanos. La astucia de la maldad es aparentar que no existe, o que, de existir, es tan inherente al género humano como el lenguaje. Es natural, hace al sentido común. Nadie hace lo que no le conviene, cada cual atiende su juego y el que no una prenda tendrá, si sucede conviene, el esfuerzo tendrá recompensa.
Ocurre que la relación de fuerzas entre el discurso dominante y el discurso pisoteado es cada día más desigual. Villanos más o menos confesos se han apropiado de los medios de producción de sentido, y esparcen desde allí una natural manera de ver el mundo cada vez más difícil de desnaturalizar,
Uno se cruza con gente que trae eslóganes prendidos con alfileres por todo el cuerpo. Armados de paciencia los vamos desmontando, una mentira, dos mentiras, tres mentiras. Suele pasar que llegamos a quitar todos los papelitos, solo para descubrir que también hay tatuajes; otro caso perdido. O no hay tatuajes, pero toda la maniobra de espulgue se convierte en inútil cuando el deconstruído corre a exponerse de nuevo a la máquina. Como me pasaba con algún perro, que después de bañarlo y dejarlo reluciente, se iba al terreno de al lado y -no sé cómo hacía- siempre encontraba alguna bolsa con podredumbre en la que revolcarse.

La realidad es un campo de batalla al estilo de la Primera Guerra, líneas de trinchera con triunfos tan efímeros como relativos.
Les tiramos con D´Alessios y Stornellis, allá caen como operetas. Les mostramos el hambre, el desempleo, la pobreza desatada, allá dicen que también lo ven, pero que no es más que la inercia de fichas de dominó que vienen cayendo desde el gobierno anterior, y si eso no resultara creíble, desde la fundación del peronismo.
Ellos atacan precedidos por el fuego de mortero de los medios, con el avance de los nuevos tanques del poder judicial y con la infantería compuesta por el almacenero, la tía y la profe de gimnasia.
En esta conflagración corremos la suerte de aquellos marxistas que trataban de hacerse oír entre las bombas, gritando que esos combatientes convidados a aniquilarse pertenecían a una misma clase social, que perdían miembros por el frío y morían de diarrea para beneficio de los verdaderos malos, los señores de la guerra, la burguesía. Pero entonces como ahora, los poderosos hacían bien su trabajo, convirtiendo su ambición de recursos en un sentimiento patriótico clavado bajo el casco. No se degûella al otro, al ex obrero que habla en diferente idioma en la otra trinchera por sí, su individualidad, se lo mata por los ideales que representa, contrarios a los que representa el bando propio, la bandera, el himno, por la identidad común.

Es muy difícil, no sé si no imposible, desenmascarar el mal. Pero ese no es mi principal temor. Lo que me da miedo de verdad es que lo emulemos en aras de vencerlo. Si bien reconozco el yin y el yang (que algún punto blanco tiene el negro y algún punto negro tiene el blanco), no me gustaría que los tonos se mezclen tanto, se presente una escala de grises tan cinematográfica y conveniente, que no llegue a distinguirse donde termina el héroe y donde empieza el villano, porque es sobre su cuerpo muerto por donde hay que marchar a derrotar al verdadero enemigo, que es el mal.

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