Todos los peces van al cielo.

Hoy encontré muerta a Golda. Como siempre antes de irme, le puse comida y agua a Chaplin y dejé para el final alimentar a los peces. Cuando saqué la plancha y el libro de inglés (que, montados sobre una reja verde que fuera entrepiso en la jaula de un hamster, ejercían de escudo protector ante el gato) la vi flotando boca arriba. Medio fuera del agua, parecía más grande, sus ojitos me parecieron más grandes. La subí a la palma de mi mano, la miré de cerca. Noté el contraste de esa flaccidez con el brío enérgico de cuando la capturaba para pasarla a un tarro y limpiar la pecera. Sus aletas parecían cabellos mojados. 
Por un instante pensé en sacarle una foto con el celular, pero no quise. Hay una intimidad que es de la muerte, hay derechos personalísimos hasta en el más diminuto de los seres, si uno hasta su última bocanada constituyó el estado, si uno le puso un nombre, si uno le dio de comer.
 Se que parece estúpido, pero no lo es para mí. Después de echar a Golda la pez por el inodoro sentí tristeza. Y suena a una de esas tristezas injustificadas que tienen los niños, esas que nos enojan a los adultos, que parecemos tener un nomenclador de lo que merece ser llorado, de lo que es serio o es una pavada. Seguramente esa contradicción interior convive dentro de mí. Porque hice este cartel y lo subí a Facebook, exponiendo la situación para que vuelque para el lado de la risa.

Pero la vida es tan frágil. Y queríamos -en serio- a ese pobre bichito. Quién establece lo que debemos querer.
Chau amiguita.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
nadie lo establece, allí radica la belleza del universo.